RELIGIÓN Y RELIGIONES; SÍMBOLOS: LA CRUZ INSCRITA EN EL CÍRCULO CELTA
El misterio de una cruz celta
Frente a la mesa donde estoy escribiendo tengo, colgado en la pared, un panel de corcho. Y en una esquina de éste, entre multitud de papelitos y notas de todo tipo, se asoma la fotografía de una cruz celta de piedra, plantada en medio del campo, en algún rincón del paisaje irlandés, más o menos como sucede entre nosotros con los cruceiros gallegos. Como fuste de la cruz, se observa una estela elevada, con lacerías que evocan lejanamente los arabescos del arte musulmán; y, sobre la estela, un Cristo de aspecto románico sobre una cruz inscrita en un anillo circular.
He aquí, en este último detalle, lo esencial de la cruz celta: la cruz de brazos iguales en combinación con el círculo. En el imaginario cultural del Occidente contemporáneo, el círculo es el símbolo de las antiguas religiones paganas, recuerdo de una época neolítica poblada de megalitos y caracterizada por un milenario culto al sol y, en general, a las fuerzas de la naturaleza. De modo que, al agnóstico occidental, la cruz celta le resulta notablemente sugestiva, al interpretarla como una reminiscencia de la atractiva religión megalítica -panteísta, animista- dentro de un cristianismo que, en su opinión, ha destruido el antiguo carácter sagrado de las montañas, ríos y bosques en beneficio de un fantasmagórico Dios que está “más allá del mundo”.
Sin embargo, el sentido verdadero de la cruz celta dista notablemente de tal interpretación. La cruz inscrita en el círculo significa, entre otras cosas, que el cristianismo no suprime las religiones naturales -con su culto a los astros y a las fuerzas naturales- ni niega su valor, sino que asume e incorpora el legítimo sentido religioso que existe en ellas. Bien entendido, el cristianismo no significa una supresión del sentimiento religioso precristiano, sino la aceptación de todos los elementos legítimos de esa religiosidad, pero situándolos en la órbita de un misterio cualitativamente mayor: el del Dios hecho hombre, muerto en la cruz y resucitado para crear un nuevo mundo y una nueva humanidad. La fe cristiana -y hablo aquí en primera persona y por experiencia- no constituye ningún obstáculo para sentir con una enorme intensidad el misterio que nuestra alma intuye en un pequeño arroyo, en la majestuosidad de una montaña, en el silencio de un desierto o en la inmensidad del mar. El cristiano puede pasearse por el campo rezando el rosario -yo lo he hecho más de una vez-, pero también, en otras muchas ocasiones, simplemente experimentando el éxtasis de contemplar las ramas de los árboles, de escuchar el canto de los pájaros o de sentir la hojarasca del otoño crujir bajo nuestros pies.
Dicho en síntesis: el misterio teológico cristiano no suprime, sino que integra y asume, el misterio cosmológico de las religiones paganas. La cruz no es enemiga del círculo. Dios no es enemigo del universo. Los cristianos -al menos los que entienden bien su fe- lo saben. Sin embargo, y con demasiada frecuencia, el mundo de la cultura agnóstica parece empeñada en no querer saberlo.
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